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La luz lo llena todo, inunda un extenso prado, el verde resalta y sobre esa superficie natural se posan aves, algunos animales juguetean y las flores le dan ese toque único al decorado: es una verdadera obra de vida. Alrededor observo varias bancas de madera vieja y ajada, son asientos para quienes entre risas, juegos y abrazos disfrutan de esta mañana capitalina.

Tengo la sensación de que ya había estado aquí. El sonido de los árboles y el canto de las aves me llevan a descubrir más detalles del lugar. Sigo caminando y en cada paso que doy, encuentro gestos amables. Llego al centro del parque y un pintoresco color rojizo llama mi atención, me detengo, estiro mi brazo y ese plumaje extravagante se posa sobre mi mano: es una de las tantas tortolitas que habitan aquí ¡es hermosa!

Abro los ojos, todo parecía tan real, entonces algo me dice que debo buscar ese lugar en Bogotá. Es domingo y por supuesto que quiero llegar a él.  Me alisto y en un abrir y cerrar de ojos estoy yendo hacia el centro de la ciudad, muy cerca de los Cerros Orientales; varios minutos después veo como las ruedas van y vienen, algunos transitan en familia, otros compiten contra sí mismos. Estoy sobre la Carrera Séptima y hoy la ciudad se mueve en bicicleta …algo me dice que estoy cerca. 

Deportistas, niños, jóvenes y adultos en patines y bicicletas se dirigen hacia el Parque Nacional Enrique Olaya Herrera, el segundo parque más antiguo de Bogotá, me decido a seguirlos e ingresar. Las manecillas del antiguo reloj suizo del Parque Nacional marcan las 9:00 a.m. Ahí estoy yo, rodeada de cayenos, robles y palmas. Los altos e imponentes yarumos resuenan y me hacen evocar de inmediato mi sueño.

De fondo, los Cerros Orientales aparecen en lo alto y caen sobre el parque, se vuelven uno (ladera y planicie); el verde resalta por doquier. Son innumerables las miradas que rondan aquí y, de repente, en escena aparecen pequeños tonos rojizos, se mueven al vaivén del viento, son las orondas tortolitas que se pavonean por el sitio. Entonces no me cabe duda, estoy en el lugar que buscaba: el Parque Nacional en Bogotá.

Ahí, con las tortolitas, como si se tratara de jóvenes que juegan a enamorarse de nuevo, estaban Cecilia y Antonio. Los abuelos se sonrojan y entre risas nerviosas y miradas largas me cuentan cómo hace casi 50 años, en este mismo lugar, nació un amor que hoy los mantiene juntos y que los trae aquí cada domingo para vivir los mejores momentos en compañía de sus ‘consentidas’.

“Conocí el parque en 1972 cuando vine desde España a pasar vacaciones en Colombia y de la nada, sin pensarlo, me enamoré… desde entonces sigo de vacaciones viviendo los mejores años de mi vida”, me cuenta Cecilia entre risas, mientras aprieta la mano de Antonio. 

Ha pasado tiempo desde aquel entonces, el parque ha cambiado y ellos también, sin embargo, hay cosas que permanecen intactas: el recuerdo, las palabras y sus miradas.

Camino por el Parque Nacional. Ahora son las 11:00 a. m. Hay música en el lugar y Josué Jaimes le habla a la vida, marca los pasos de una coreografía y un grupo de jóvenes lo siguen sin cesar. ¡Es arte urbano a ritmo de hip hop! Se trata de una puesta en escena musical a cielo abierto y los aplausos no se hacen esperar. ¡Esta es la diversidad que se vive en Bogotá!

El sol es notable, es mediodía y el Parque Nacional se convierte en el escenario perfecto para las familias y los amigos que, en medio de pic-nics, disfrutan y comparten sin parar. 

Cae la tarde en Bogotá, el tiempo pasó muy rápido y es inevitable recordar: el vuelo de las aves, el sonido de los árboles y las escenas del paisaje que me trajeron hasta aquí. Entonces, solo acudo a decir que el Parque Nacional Enrique Olaya Herrera es un lugar de ensueño en Bogotá. 

 

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